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La burbuja

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Me acabo de meter en mi burbuja particular, y me acaba de asaltar una idea: ya está bien de pensamientos negativos acerca de la profesión médica. De quejidos y lamentos. Así, no vamos a conseguir nada. Nunca. Por tanto, acabo de resolver que es ya hora de ponernos en valor y reivindicar lo que somos, lo que hacemos. Lo muchísimo que aportamos. Sin esto, nuestra autoestima estará siempre a la altura del felpudo. Donde nos quieren, vaya.

            Hemos consentido que nuestra profesión se reduzca a un proceso algorítmico. Un árbol de toma de decisiones, al modo de un mapa de carreteras, donde un sistema de señales de tráfico controlan el “dirección prohibida” o el “gire usted a la derecha”. Desde ese punto de vista, la profesión cuyo proceso formativo es el más prolongado de las existentes queda reducida a un ejercicio reduccionista, simple. Una profesión “técnica”, por así decirlo, cuya práctica no ofrece dudas.

Desde el punto de vista de la gestión, el facultativo — la palabra “médico” se viene evitando — se equipara al enfermero — que es una profesión diferente —, de modo que los de arriba pueden marginar la calidad médico-científica — se da por hecha — y pueden evaluarnos según los indicadores de otra “calidad”, más manejable y conveniente. Así, priman objetivos de “sostenibilidad” (hace poco he escrito sobre el asunto, CLICK AQUÍ) y de “hostelería”, como si se sonríe o no al usuario — palabro espantoso —, el tiempo que se tarda desde la recepción a la entrada en consulta, o si se le mira a los ojos o no. Lo “técnico” se asume. Al fin y al cabo, es fácil, ¿no…?

Pues no, no lo es. No lo fue nunca. Y mucho menos, con la puta agenda que impone la gestión (pido disculpas por el taco, explicación: CLICK AQUÍ), bajo la premisa de que realizamos un trabajo “técnico”, a desarrollar bajo un esquema “algorítmico”, que ellos modifican a conveniencia de la “sostenibilidad”, entendida a su manera.

En realidad, no se trata de un “técnico”, sino un/a médico/a, que tiene delante a un/a paciente, no a un usuario. Una persona enferma, vaya. Una persona con la que, con mucha frecuencia, los algoritmos al uso presentan serias limitaciones, si no son abiertamente contraproducentes. Porque hay que combinar el de hipertensión con el de diabetes, y estos dos con el de depresión. Si una función renal alterada no los limita a todos. O si se trata de un cumplimiento deficiente porque el/la paciente no comprende nada de lo que le decimos. Y eso que le decimos poco; ya se encarga el corsé de la puta agenda. Demora cero obliga, oiga.

            Se trata, pues, de un contacto humano en asimetría de conocimiento. Nosotros aportamos más conocimiento en algunas cosas, pero el paciente tiene todo el conocimiento acerca de su vida y de los elementos capaces de generar enfermedad — y, por tanto, de ayudar a resolverla o mejorarla —. El algoritmo solo es una herramienta, aplicable a veces. Y el contacto médico-enfermo tiene muchas facetas: comprensión fisiopatológica, diagnóstica — a veces —, terapéutica, psicológica, antropológica y un larguísimo etcétera de aspectos que escapan del contenido de este post. Lo de “técnico” y “algorítmico” es peor que una falta de respeto: es un no saber de qué coño están hablando — y, de nuevo, perdón por el taco —.

            En el momento de la consulta, el cerebro del médico/a tiene que entrar en una sintonía especial con el de su paciente. Una especial atención, similar al proceso de transferencia-contratransferencia. Una “burbuja terapéutica”, capaz de facilitar que la comunicación no verbal pueda desarrollarse y apoyar lo que las palabras no pueden decir. Huelga subrayar que, en este proceso, las interrupciones debidas a los móviles — del paciente, familiar o del mismo facultativo —, llamadas telefónicas, ruidos externos o irrupciones del personal auxiliar para comunicar esto o lo otro, son disfuncionales o contraproducentes.

            Esto es de especial aplicación en Atención Primaria, donde confluye todo lo emitido por otros especialistas. El compañero tiene que trazar un plan común con lo establecido por el psiquiatra, el endocrino, el cardiólogo, etc., y terminar de director de orquesta. A veces, es preciso llamar para aclararse con este o con el otro. Y acordar si es preferible adelantar una cita o no. O un control analítico. O una modificación del tratamiento. E insertarlo todo en el contexto de un paciente que él/ella conoce mejor que nadie, en un barrio que él/ella conoce mejor que nadie.

¿Que todo esto es obvio…? ¿Por qué no asumimos del mismo modo la obviedad de que una puta agenda de 40 a 70 usuarios al día convierte cualquier declaración de intenciones buenista en pura hipocresía?

            La “burbuja” de interacción sanadora debe penetrar en el inconsciente colectivo de la gestión clínica, cuestionando los lugares comunes de lo algorítmico y lo técnico. Los cargos directivos e intermedios tienen, obligadamente, que adoptar el paradigma de la complejidad y el respeto, y erradicar el cinismo, la desconfianza y la intimidación. Ello exigirá la renovación de los cargos instalados en los viejos — pero aún vigentes — esquemas de funcionamiento, qué duda cabe. Con ello — y con otros presupuestos — podrá sacársele todo el partido a esos magníficos soldados sanitarios que van todos los días a su trabajo a dar lo mejor de sí mismos, y transformar los centros sanitarios de lugares temidos/aborrecidos en espacio de ilusión. Trabajo para una generación, qué duda cabe.

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El poder y nosotros, Sanidad Pública mediante. El caldo perfecto para una trama criminal. Una trama cuyo esclarecimiento nos dirá mucho acerca de lo que no se dice, justamente: la relación imposible entre gobernantes y gobernados, y del papel nuclear que juega la Sanidad Pública en todo ello. Y, en medio de todo, un gran hospital público: “La Mole”.

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Firmado: Federico Relimpio (CLICK: “sobre mí”).

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