La mujer mira angustiada el papel que le acabo de entregar con las recomendaciones dietéticas. Alza luego la mirada y, con una expresión de súplica, me dice: “doctor, ¿No me puede mandar algo que me quite el apetito?… ¡Es que no puedo parar de comer!”
Dos pacientes o dos días antes, qué más da, mi paciente diabético con enfermedad coronaria multivaso me habrá pedido una pastilla milagrosa para dejar el tabaco. Simplemente, no puede dejarlo. Es superior a él. Y el o la anterior se habrá quejado de lo cara que es mi prescripción dietética. Y su cónyuge lo o la habrá acusado delante de mí de gastos excesivos en tal o cual cosa superflua, creando el frecuente conflicto que aflora a raíz de una consulta médica. El o la denunciante de la situación quiere aprovechar la irrupción de un tercero como autoridad moral para atreverse a obligar al o a la otr@ a recapacitar. Y la parte denunciada, caso de verse acorralada, pedirá un medicamento porque no puede controlar su tendencia a gastar dinero. O a jugárselo.
“Doctor no puedo parar… Es más fuerte que yo… Déme una pastilla…”
Entran ahí las toxicomanías reconocidas y las no reconocidas. El alcoholismo y la sexoadicción. Pero también problemas no catalogados en el DSMIV y que pasan oscuras facturas: el workoholismo o adicción al trabajo, sea por el especial placer que dan las recompensas que ahí se obtienen o por el displacer que causa la vuelta a la soledad de tu casa – físicamente sol@ o sol@ en una familia mal estructurada -, la llamada adicción a internet o a las nuevas tecnologías – un poco de lo mismo -, la adicción a viajes o escapadas constantes – seguimos con la misma retahíla -, y vayan ustedes prolongando la cola hasta difuminar los límites de lo normal y lo patológico, la felicidad y la desgracia.
Evidentemente, lejos de mí todo intento de impartir dogmas o categorizar a nadie. La conducta humana es lo suficientemente compleja y los caminos de lo que nos hace o no felices son tan variados como el número de seres humanos. Sólo que me ha tocado a mí, como a otros, sentarme con demasiada frecuencia a escuchar los síntomas de lo que voy percibiendo como una enfermedad social, que por otra parte no es nueva: la abdicación cerebral colectiva. Algo así como la internalización de un virus mediático ubicuo que repite día y noche aquello del “no pares, sigue, sigue…”, sin dejarnos resoplar, detenernos y sentarnos en el bordillo de la acera a pensar a dónde coño íbamos tan deprisa.
Llega un momento en la vida en que uno se pregunta si es alguien autorizado para dar lecciones a nadie. Y la respuesta es obviamente que no. Pero también lleva uno muchos años a cuestas sentado a la mesa de las penas. Y si uno no le cogió una distancia cínica al tema y no suelta cuatro cosas incomprensibles basadas en la evidencia, sí empieza a encontrarse en la obligación de intentar dar un buen consejo o al menos, una orientación. Y un consejo de aplicación común para todos – incluyéndome en ese todos – es toma el mando – el de tu vida, quiero decir -. Para y piensa. Luego verás que es más fácil.
Toma el mando. Si es imposible, pide ayuda. Pero recuerda: te ayudarán a eso, a que tomes el mando. Nadie puede hacerlo por ti. Sólo se te puede orientar acerca del modo de hacerlo.
Bien, doctor, bien. Tomar el mando. Tan fácil y tan difícil. Pero es necesario hacerlo. Me acuerdo de aquella definición de la vida de cierto personaje de Torrente Ballester: vivir es mirar cómo viven los demás. Chungo.