Ahora parecía que por fin iba a enterarse de algo. Debía de ser particularmente importante, porque su marido había preparado cuidadosamente el lugar, el momento y las circunstancias. Había llevado a los niños a casa de unos amigos a pasar la tarde, le pidió que apagara el móvil y que fueran al salón, que quería hablar con ella. Ahora estaban sentados frente a frente en la calidez y comodidad del salón de la casa familiar. El alma de su hogar estos últimos años.
“Dime, cariño”, se arranca Carmen. Pero Rafa parece no saber cómo. Carmen lo observa cuidadosamente, a sabiendas de que en estas ocasiones es un parpadeo de más o de menos, una mirada perdida o fija, o quizás nerviosa, una sonrisa tranquila o forzada, o fingida, un cabeceo no habitual, una posición extraña de las manos o el movimiento involuntario de ellas, o todo ello, de un modo a la vez indescriptible e intuitivo, lo que te va a decir mucho, muchísimo más que las palabras concretas que van a salir de la boca de la persona que tienes delante. Que la ocasión es delicada, ya lo sabes. Qué se está jugando, no. Tienes que desplegar toda tu capacidad de observación para no perderte un solo matiz a fin de que consigas toda la ventaja posible en una sola palabra, en un solo gesto. Así, sólo así se ganan las batallas. Y por ende, las guerras. Las más importantes, las de la vida. Carmen sabe todo esto, pero pese a ello siente todo un escalofrío de inquietud. Se sorprende a sí misma frotándose las manos con nerviosismo. Ha pasado una milésima de segundo. Desea que hable, pero sabe que no puede ni quiere agobiarle. Que no puede precipitarse con un par de preguntas nerviosas probablemente fuera de lugar. Un torrente de pensamientos acude vertiginosamente a su mente. Intuye, no sabe por qué, que su matrimonio no está en juego. Que ése no es el problema. Que no hay otra. Que su marido no se va, ni sale del armario, ni nada parecido. Que no es tampoco un problema de salud. Que no le va a decir que tiene leucemia, ni un tumor cerebral, ni nada de eso. Que tampoco le han echado del trabajo. Entonces… ¿Qué?
Ya no es una milésima de segundo. Ahora se oye decir un “Bueno, tú dirás”, no exento de un tonillo de impaciencia. No ha parado de examinarlo, escrutando todo lo que sus palabras no dicen. Y está cada vez más sorprendida. Rafael, su Rafa, ha cambiado. Nada que ver con ese semblante intranquilo, vacío de sí mismo, de los meses pasados. Se acabó ese tormento interior que lo devoraba y que nunca quiso compartir. Los ojos están posados en ella y parpadea tranquilo, sólo para mantenerlos húmedos. ¿Esboza una tenue sonrisa? Las manos sobre la mesita del centro parece que no buscan nada, que ya hallaron. O que se hallaron. Sólo faltan las palabras. Que parecen que ya encuentran su camino.
-Se acabó – dice Rafael al fin. Ganando en cada una de estas dos palabras el punto de la serenidad perdida hace tantos meses.
-¿Se acabó el qué, Rafa? – Contesta Carmen cada vez más extrañada. Cada segundo que pasa se ve a la vez reconfortada por la tranquilidad que le transmite la mirada de su marido y más nerviosa por la profunda perplejidad de no entender nada de lo que está ocurriendo. La tortuosa confusión la desconcierta y la angustia: ni sabía por qué sufría su marido hasta hoy mismo, ni cómo todo ello parece aclararse de repente, como el olor límpido del campo tras la tormenta.
-Se acabó mi relación con ellos – replica Rafael con calma, sin tener ninguna prisa en acabar la frase. Parece que se recrea en decirla.
ura Mientras más tranquilo esta él, menos lo está ella. ¿En qué líos ha estado metido este hombre? No puede evitar ese frotarse las manos involuntariamente que siempre delató su ansiedad.
-Ellos… – Replica Rafael por toda respuesta, como si esa palabra fuera suficiente o como si no pudiera ser más explícito. Respira con profundidad, sintiendo el aire entrar y salir de sus pulmones como hacía tiempo que no lo hacía, y mira con ternura a su querida compañera de vida, que en estos momentos es la viva imagen de la interrogación.
-¿Ellos?… ¿Quiénes son ellos? ¿Te habías metido en alguna secta? – Carmen está cada vez más confundida. Veintidós años con un hombre y sigues sin conocerlo.
Pero Rafael ya no puede hablar más. Se levanta ahora con una alegría infinita que le desborda los ojos, que le hace sonreír como no lo hacía desde el nacimiento de sus hijos, se le aproxima lentamente, la abraza, la besa y tiene aún tiempo para volver a hundirse en su mirarla y decirle:
– Siéntate, cariño, que te voy a explicar quiénes son ellos.
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