Lo de Verónica es un blues. Uno especialmente amargo, a tocar con saxo y contrabajo. La conocí en mis veinte, bajándose al moro con Banderas y Echanove. Unos chiquillos, todos. Como yo, en aquella época. Por eso le tengo una cosita a una peli tan cutre, tan madriles. Porque fue de aquella época. Mi época. Bueno, la de tantos en aquella época.
Verónica sonreía y se ponía al mundo por montera. Así, sin pretenderlo, solo con la sonrisa. Como si nunca pasara nada. O, como si pasase lo que pasase, no importara nada. Expulsado uno —profesión obliga — a la gravedad de las cosas, siempre tuve presente aquella sonrisa que recordaba que la vida es el momento y se atrapa de esa manera.
Supe hoy que la sonrisa era un espejismo, hasta para Verónica. El blues del cómico atrapado en su existencia — como todos — y que, empolvándose el rostro y pintándose los rasgos, nos hace reír hasta desternillarnos. «Ríe, payaso, y todos te aplaudirán», se confiesa con amargura el prota de «Payasos» de Leoncavallo en su aria más conocida. Devorado así por la ansiedad en la sonrisa fingida, forzada, en la risa que provoca risa, porque tal es el menester, uno angustioso, a fin de cuentas: reír, aunque se llore por dentro, o peor aun, aunque dentro no quede nada.
En Verónica están los ingredientes que componen un noir de la vida, la crónica de una muerte anunciada. Un trastorno anímico de base, según se desvela ahora, que era perfectamente compatible con una vida profesional de cómico, que baje Freud y diga por qué. Luego, una vida que sigue voraz, inclemente, y que te da sus pérdidas, lógica de la vida, pero que son cucharadas más difíciles de tragar para los que arrastran el alma desde siempre.
Añadimos, además, una vida profesional que sigue voraz, inclemente, y que te cierra puertas donde las creías abiertas, te cuelga teléfonos y te devuelve cartas. Nada, nadie, salvo las facturas, esas sí, siempre ahí, siempre contigo. Exigentes, omnipresentes, acuciantes, agobiantes.
Lo peor: haber sido, y no ser. Tener Goyas, y no ser nada. Ser una paria, o poco menos. Tener que pagar las facturas con la exposición televisiva del alma. Cuando el alma ya va en reserva, y no queda ni un céntimo para la gasolinera.
Payasa triste, entrañable. Sonrisa que añoramos, porque fue la nuestra, la que dejamos atrás, la de nuestra juventud, cuando la despreocupación era el hábito y ocuparse del futuro era cosa de cutres y atribulados.
Pero ella era, aún era; su alma se arrastraba mal que bien; quería seguir, vivir, hacer con el alma a cuestas, recontando las ausencias. Y ahí va una, a lo que le queda aún, a vender el alma en la telerrealidad, a poner de manifiesto que una ya no está pá ná, y menos que eso: que está pa’l arrastre, cuentas, cuerpo y alma. Pero que tié que comer y seguir viviendo. A ponerse ahí delante, a la arena del circo máximo, a que la masa te insulte, te vitupere, te tire fruta podrida. Porque tú ya no sostienes la espada, ni ná… Morituri te salutant. «Y además de verdad», que decimos en Sevilla.
¿Podía Masterchef haber echao p’atrás a una concursante tan exhausta? ¿Hacía falta hacer carnaza de lo que era carnaza antes de entrar? A la telerrealidad se entra por el propio pie; negocio es; pasa como en el boxeo: se gana una fortuna o se descerebra uno.
En este caso, fue la puntilla torera para una alma agotada, víctima de la enfermedad, de un modo incorrecto de abordarla y, sobre todo, de la crudelísima necesidad de exprimir la celebridad como forma de vida cuando una tiene bien avanzado el camino del declive.
Recibe, pues, la despedida cariñosa de quien, de ti, conoció solo la sonrisa peliculera y lo tristísimo de este fin, para escribir estas líneas que solo pretenden lanzar un tardío lazo de empatía con un alma que ya es incapaz de leer nada. Descanse en paz. Por fin.
Firmado: Federico Relimpio (CLICK: “sobre mí”).
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