Me pregunto si el 19J tiene algún significado, más allá del estruendo mediático. Y lo hago como médico del Sistema Público, bien metido en mi último cuarto de vida profesional. Confieso, además, que formulo la pregunta tras consumir las esperanzas depositadas en tantas convocatorias previas y, más aun, en el desarrollo autonómico de nuestra tierra.
En este sentido, creo no andar errado si resumo el sentir general de las profesiones sanitarias de Andalucía en una sola palabra: decepción. Y hay razones sobradas para ello.
En mi juventud, asistí, como tantos, a los primeros pasos de las instituciones andaluzas. Y creí, como tantos, que la descentralización y la integración europea nos llevarían a lo que se ha denominado convergencia socio-sanitaria. El resultado, a fecha de hoy, no puede ser más desalentador: el ciudadano andaluz anda a la cola del país en gasto sanitario, camas hospitalarias o número de médicos o enfermeros por habitante.
Lo desesperante, insisto, es la sempiterna falta de convergencia. Darse de bruces, una y otra vez, con mapas sanitarios donde la excelencia está siempre en Asturias, Navarra o el País Vasco — Cataluña ya no es lo que era —. Sin embargo, nosotros seguimos fieles a nuestra tradición. A lo que parece nuestro destino en el terreno sanitario: ser el vagón de cola o el farolillo rojo.
Duelen los oídos, además, tras décadas de triunfalismos sin sustancia, de «Andalucía imparable» y de «segunda modernización». Palabrería que solo vale para cimentar el pésimo prestigio de la clase política y que cuestiona el impacto real de los comicios autonómicos.
Puede que otras comunidades se hayan erigido en torno a proyectos lingüísticos y culturales — «el hecho diferencial» —. Me atrevo a interpretar que la construcción de Andalucía pretendía justo lo contrario: dejar de ser diferentes. De mejorar nuestros estándares — sanitarios y otros — hasta el punto de permitirnos llevar la cabeza bien alta. Que nadie pudiera abochornarnos con el mito de la indolencia sureña.
En este sentido, cabe proponer que la construcción andaluza pretendía vertebrar un «pequeño país» de ocho millones de almas en torno a la calidad de los servicios públicos y, de ellos, la Sanidad siempre gozó de importancia y reputación. Puede que fuera por dar el voto por descontado y por dormirse en los laureles que gobiernos pasados perdieron lo que se consideraba un feudo electoral inexpugnable. Muchos pensamos que las ingenierías sanitarias implementadas en Andalucía por la hoy ministra de Hacienda nos llevaron al límite: a los profesionales, de la impotencia y el abatimiento, y al ciudadano, de la impaciencia y la exasperación. Todo un máster de cómo dilapidar un granero de votos.
De una administración a otra, los sanitarios hemos notado poco cambio. Cierto es que ha mediado una pandemia, cuyos coletazos aún sufrimos. ¿Habría sido demasiado pedir que, a la vez que se luchaba contra el covid, la Consejería de Sanidad se dedicase a planificar el día después de la pandemia?
Terminará esta, y nos reencontraremos con una población envejecida, cargada de enfermedades crónicas. A ser atendida por una demografía médica menguante — ola de jubilación imparable — y desmoralizada. Nuestras justas demandas en cuanto a protección contra las agresiones, equiparación de salarios con otras partes de España, y niveles de precariedad y masificación insoportables siguen topándose con oídos sordos y cínicos.
No vi propuestas sanitarias concretas en los programas electorales de cara al 19J. Muchos empezamos a barruntarnos que lo sanitario es cuestión a evitar; «un marrón», que se dice coloquialmente. Sin embargo, la cuestión sanitaria está y estará ahí, nuclear, hoy, mañana, todos los días. Y ahí estaremos los profesionales, a denunciar una vez más que la «fiesta de la democracia» termina en un castillo de fuegos artificiales. Cambian cargos o mayorías, pero, en Sanidad Pública, «la vida sigue igual». Igual de mal (y no es catastrofismo; se trata de la frialdad de los indicadores).
Firmado: Federico Relimpio (CLICK: “sobre mí”).
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