
Es difícil encontrar un buen análisis del problema territorial de nuestro país. Influye demasiado el punto de vista y la pasión. Desde fuera, no se advierte un universo de matices que lo son todo. Y desde dentro, hay una buena ración de víscera que impide un abordaje racional.
No me retrotraigo a la guerra de Sucesión. Al fin y al cabo, era otra época, con otros actores. Un tiempo donde eso de “España nos roba” no se oía. El conflicto más reciente comienza a final del siglo XIX, con la deficiente y desigual industrialización de nuestro país y, por tanto, con la generación de élites económicas periféricas cuyas aspiraciones colisionan con el modo de funcionamiento del viejo estado español.
Aquel era un mundo diferente, de naciones, barreras y aranceles. Un mundo muy impregnado por el mercantilismo, orientado a primar la producción interior y venderla luego en cotos nacionales casi blindados por las fronteras. En ese sentido, cabe interpretar que la mayor capacidad productiva (y, por tanto, de generar riqueza) de ciertas regiones vino favorecida por la ausencia de competencia externa. Podríamos, además, proponer que, en buena medida, este sistema perduró hasta nuestra integración en la Unión Europea.
¿En qué momento se instaló la creencia de que el resto del territorio nacional se había convertido en un depredador de recursos, una piara ociosa que vivía a costa de las nacionalidades – nuevo concepto – más industriosas? No puedo evitar la idea de que se trató de una interpretación sesgada, una embuste deliberado, propalado por ciertas élites con el fin de impulsar un proyecto político determinado.
Algún día tendremos la suficiente perspectiva para analizar las flaquezas y miserias del sistema político español de principios del siglo XXI. Un momento en que la aparente bonanza económica permitía alegrías y engrasaba voluntades. Una época que, con la lentitud propia de los tiempos judiciales, desemboca en los grandes procesos que tan gravemente hirieron al PP y al PSOE de Andalucía.
Pero hoy hablamos del problema territorial. A este respecto, es preciso reseñar que la mayor parte de los territorios sufrieron, de mayor o menor manera, la corrupción del sistema partitocrático. Y, como es natural, en Cataluña pasó algo muy parecido. Con el agravante de que, cuando llegó la terrible crisis de 2008 y los inevitables recortes, tres años después, a la élite económica y política catalana le tocaba digerir su carga de responsabilidad (política y penal) mientras que, por otra parte, estaba obligada a gestionar el dolor social y asumir el desgaste. Era demasiado pedir, en la época de los indignados. Había todo un sistema de poder locorregional en riesgo. Que se lo digan al PSOE de Andalucía.
Pero Artur Mas y los suyos tenían una salida de escape. Y no era nueva: en otro contexto, ya la había usado Pujol cuando lo de “Banca Catalana”. Era fácil culpar a un Madrid pepero de los recortes. Y, azuzando hasta el paroxismo la brasa del desencuentro, levantar el humo suficiente para que la ciudadanía catalana no reparase en el modo en que sus dirigentes se habían corrompido. Y no digo que todo se reduzca a esto, sino que ha sido un motor subterráneo del conflicto. Uno significativo
El resto es sabido. Acerca de ello, les comentaba yo aquí hace días: el Hamlet de Waterloo ante la calavera. Porque, en buena medida, todo ha sido un despropósito. Y porque el conflicto se ha alimentado con unos ingredientes decimonónicos que poco tienen que ver con la situación actual.
En este sentido, les aconsejo un paseo por las páginas económicas. Las de la economía de verdad, quiero decir. España está inmersa en un profundo cambio económico que resultará de la generación de grandes cantidades de energía limpia. Para nuestro consumo (la electricidad podría ser gratis, o casi) y para exportarla. Y, por si fuera poco, somos el paso obligado del gas norteafricano. Dentro de unos años, será posible transformar el excedente energético en desalación del agua del mar, superando así nuestro sempiterno miedo a la sequía. Un atractivo singular para atraer empresas extranjeras si, además, proporcionamos una fiscalidad razonable y seguridad jurídica. Los mimbres, pues, de un país rico, en el corazón de la Unión Europea, con una economía internacionalizada.
Esto no es una quimera ni un calentón de euforia. De hecho, está a la vuelta de unos años. Y, por ello, me sorprende el empeño soberanista, ahora que el sistema económico tradicional acusa obsolescencia y podría convertirse en un “España nos mantiene”. Continuar en sus trece se asemejaría un Brexit catastrófico, del que ya se duelen tantos británicos, engañados por una partida de desalmados que les presentaron una sarta de embustes. Claro que recovecos aun más oscuros conoce la condición humana.
En política, rara vez se reconoce el error. Al fin y al cabo, te va la vida en ello. La política, claro. Y todo lo que ello comporta.
Firmado: Federico Relimpio (CLICK: “sobre mí”).
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