Me levanto hoy consternado por los hechos de Murcia. Les ahorro la descripción; vayan todos a la prensa generalista, y ahí encuentran los hechos, interpretaciones, declaraciones y editoriales.
Expreso sólo mi consternación – reitero -, y les transmito la carita de funeral que tengo y que no pueden ver, y el imaginario cirio que ahora enciendo. Para certificar con toda mi tristeza la muerte del más hermoso empeño colectivo que alumbraron tiempos recientes: la transición sin sangre de la dictadura a la democracia y la edificación de la casa común de las libertades.
Hace treinta y cinco años, un pueblo maduro lo hizo posible. Tenía menos ingresos, menos universitarios, más analfabetismo, más machismo, más primitivismo y todo lo que ustedes quieran, que lo dejo para sociólogos e historiadores. Pero tenía sobre todo muchísimo más sentido común y una idea clarísima de lo que quería y de lo que no quería. Y lo primero era paz, democracia y progreso. Y lo segundo era sangre, el pasado y el totalitarismo. De ese pueblo que ahora vemos en la lejanía con sus carencias, sus ilusiones y, sobre todo, con su tremenda inocencia, salió una generación de políticos cuestionables, mejores o peores, pero que tuvieron la honra y madurez de sentarse a dialogar y poner el interés del país por encima de sus intereses partidistas. Sólo así se culmina un proceso de transición democrática y se supera una intentona involucionista frente a la amenaza diaria del terrorismo etarra y a una crisis económica de narices.
Todo fue mal desde entonces en la vida política española. Y que les ahorro el detalle aquí. Probablemente porque no soy quién, porque no lo haría bien, porque no puede despacharse en dos palabras y porque todavía nos falta perspectiva. Pero alguna torpe pincelada se me ocurre dar. Que hegemonías llevaron a soberbias. Y las soberbias a radicalizaciones de la parte contraria. Y que ahí acabó el diálogo y lo constructivo, y empezó la soflama y el frentismo. Los nuestros y los otros. Ellos y nosotros. Los buenos y los malos. Tú robas. Tú más. Tú mientes. Tú más. Y el recuerdo de aquella vieja época en que tirios y troyanos tomaban copas juntos tras tirarse los trastos – civilizadamente – en los debates parlamentarios parece desdibujado como un sueño. Y el ciudadano de a pie – el pueblo – adquiere la impresión certera de que unos y otros son cada vez más lo mismo, un rebaño gregario dispuesto a abalanzarse sobre cargos, prebendas y regalías, a reírse secretamente de sus problemas mientras entonan discursos grandilocuentes.
Los sucesos de Murcia de este fin de semana y la retahíla de reacciones tienen a bien recordarme la degeneración política de la Segunda República. Cuando el matonismo, el pistolerismo y el revanchismo toman la calle para asegurar la intimidación y la ley del más fuerte, cuando a tu panda opongo la mía y a ver quién más puede, sólo puedo certificar un par de muertes. La primera ya la he mencionado más arriba. Pero la segunda me parece mucho más grave: la de la expectativa de recuperar en breve una forma razonable de convivencia democrática.
Y que si les da pereza coger hemerotecas o manuales para saber lo que fueron las calles ensangrentadas por los pistoleros de falange o de la izquierda – porque de cómo terminó la cosa supongo que no hace falta manual alguno… ¿No? -, supongo que les dará un gran placer ver sus calles convertidas en las de una ciudad de frontera de una peli del Oeste Americano, aunque podría citar ejemplos peores.